SIEMPRE NOS QUEDARÁ LA CENA DEL VEINTE DE DICIEMBRE.

 

El pasado sábado día veinte de diciembre nos reunimos a cenar todos los componentes del Grupo Municipal Socialista, tanto responsables institucionales como cargos de confianza, la mayoría acompañados de sus respectivas parejas. Se trataba de la cena de Navidad. Una cena que se ha convertido en una costumbre muy generalizada en la sociedad española actual.

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Como buen político, soy un convencido de que una mesa bien montada y un yantar bien elegido son garantías seguras de alcanzar buenos principios de acuerdo y sobre todo, de mantener e impulsar las relaciones personales.

Si usted querido lector de este blog mira en el diccionario lo que significa el verbo yantar, del latín ientare, y lo extrapola en sentido general, se encontrará con varias posibilidades entre las que a mí me parece esencial destacar una locución verbal antigua que dice: «A chirla come». Es decir, juntarse a comer (a almorzar, a merendar o a cenar, qué más da) y hablar con desahogo y libertad. Perfecto. Y eso es lo que hicimos todos nosotr@s la otra noche.

Este tipo de cenas tienen sus rituales correspondientes que en buena medida vienen dados y condicionados por la profesión, e incluso por los contextos social y educativo predominantes en los asistentes a la cena.

Uno de los  elementos del ritual suelen ser los regalos, a veces  de cuantía económica importante, si bien lo que predomina es el denominado juego del amigo invisible. El amigo invisible son todos y cada uno de los asistentes a la cena, que se han comprometido previamente a hacerle un regalo a aquel otro u otra compañer@ que por elección secreta ha correspondido a todos y cada uno de los comensales. Sé que la construcción gramatical de todo este último párrafo es sumamente farragoso y, además, que no hay que explicarle nada de esto, que usted lo conoce mejor que yo. Pero tenga usted paciencia en aras de la claridad conceptual.

En esta cuestión de los regalos del amigo invisible también la costumbre ha llevado a que a veces se hagan dos regalos, uno muy en broma y simpático, y otro  en serio, práctico y/o decorativo. La entrega de todos estos regalos constituye normalmente el momento más divertido y significativo de la cena. Las personas tenemos caracteres y formas de ser diferentes y, tanto los regalos en si como las reacciones de cada cual se convierten en un auténtico test psicosociológico de la realidad y del funcionamiento del colectivo, del grupo.

La noche del día veinte la viví con auténtica satisfacción porque me sentí muy a gusto entre un grupo de personas integradas en la relación colectiva y que reaccionaban con espontánea sinceridad. Hubo momentos de genialidad, como pocas veces yo creo que hemos tenido ocasión de disfrutar los allí presentes, y que constituyeron la mejor antología de la confusión s’ etera (*). No quiero olvidarme el certero sentido del humor del más lúcido y malo de la cena, mi entrañable amigo Domingo Malo.

Todo lo que estoy diciendo me sugiere múltiples ramificaciones en este escrito. Hablamos de regalos y estamos en las fiestas navideñas, ninguna como ellas a la hora de considerarlas como el tiempo más adecuado para regalar.

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En este sentido, reiterar mi opinión sobre el regalo en general, que no es otro que , además del concepto de utilidad, se debe tener muy presente, a la hora de decidir la compra, el sentir y las características de la persona a la que va destinado el regalo. Con frecuencia regalamos cosas que no tienen ningún interés ni sentido, sobre todo a los más pequeños. En este caso, se convierte en un regalo absurdo, prescindible, en un despilfarro de dinero.

Se debe conocer bien a la persona a la que se va a regalar y hacer un esfuerzo porque el regalo responda al gusto y al interés de la misma. No siempre es posible esto, pero se debe intentar conseguirlo. Cuando a cualquiera de nosotros se nos regala algo que responde a nuestra sensibilidad, a nuestros gustos,… que encaja perfectamente con nuestra forma de ser, recibimos el regalo con satisfacción, con agradecimiento, conservándolo con mimo y recordándolo siempre.

Sirva pues, esta reacción nuestra como la mejor lección a la hora de plantearnos hacer un regalo. No es necesario ser licenciado en nada para hacer una elección correcta,  muchas veces con muy poco dinero. Cosa diferente es que estamos tan mal acostumbrados que se nos ha imbuido el principio de que sólo lo caro es un buen regalo, y que por definición las personas sólo aceptamos regalos caros. En muchos casos no es verdad. Lo que pasa es que como ya he dicho, es muy importante conocer bien a la persona a la que se va a regalar y dedicarle tiempo y paciencia a la búsqueda de lo que se va a regalar. A veces no hay que ir ni lejos ni siquiera a tienda alguna. Si se hace así, el acierto del regalo está garantizado. Doy fe de ello.

Y volvamos a la cena. Regalos para mí. Como en todos, hubo un primer regalo en plan de broma. Se trató de una corbata  diseñada estructuralmente como si se tratara de la columna trajana, a base de Papás Noeles, en sucesivas viñetas de cómic. Y luego, cuando ya estaba distraído, el maestro de ceremonias, como quien no quiere, volvió a repetir mi nombre: «Fernando«. Me levanté y muy pronto me di cuenta de que por el formato del envoltorio debía ser un cuadro, o un poster enmarcado, o una fotografía,… o algo similar.

Decidí quitar el envoltorio con parsimonia y fui lentamente escenificando el streeptease del regalo. Cuando lo acabé, comprobé que se trataba de un cuadro. Al verlo, no me lo podía creer. De verdad que me emocioné. Puedo asegurar que muy pocas veces me han hecho un regalo tan acertado y significativo como éste.

Comprenderá mi querido lector de este blog que no he podido mantener la sorpresa hasta este momento para usted, porque obviamente usted ya ha visto impreso el cuadro del que vengo haciendo referencia. Pero lo que sí haré es desvelarle ahora lo que usted no sabe. Y que lo que usted no sabe, pero debiera saber, es que mi amigo invisible era mi amiga invisible. La pista del género ya la di en la fotografía misteriosa de hace unos días.

Mi amiga invisible se llama Lorena Castro Gracia. Fue ella la que en uno de los almuerzos, muy sutilmente, sabiendo que me gusta mucho el cine, me pidió que le recomendara una película de las que más valoro. Le comenté que Casablanca, de Michael Curtiz, es uno de los filmes mejor considerados a nivel general por la inmensa mayoría de los amantes del cine.

Ni de lejos sospechaba yo que lo que en realidad estaba haciendo Lorena era sonsacarme un dato muy querido para mí, para a continuación encargarle a Raúl Moya, licenciado en Bellas Artes y excelente muralista, la realización de un cartel anunciador de Casablanca. Dicho cartel sería el regalo de una amiga invisible a Fernando.

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Mostrado el cuadro, tenía que decirles algo a mis compañeros y compañeras. No me fue nada difícil hacerlo. Primero, agradecí el regalo. Segundo, agradecí el acierto del mismo porque pocas cosas más me podían haber gustado tanto como éste. Y tercero, conté una anécdota… que me reservo para el final de esta crónica.

Lo que quiero añadir ahora es que profesionalmente utilicé muchas películas en la docencia del bachillerato, dentro de una metodología que permitiera comprender mejor los grandes acontecimientos históricos.  Casablanca (1942) fue una de ellas y especialmente tres de sus momentos: La del pianista de color, el poderoso momento coral cantando la Marsellesa, y el final, con un personaje magistral, interpretado por un impagable Claude Rains cogiendo del brazo a Rick, en una noche de densa niebla.

En la cena, en la entrega de este magnífico regalo, ejemplarmente seleccionado, otra de las presentes debió recordar por un instante lo que supone escuchar la Marsellesa como símbolo de lucha a favor de la libertad. A mí me sigue produciendo auténticos escalofríos. Por un momento miré a Amalia Aso.

La anécdota que he dejado para el final viene dada  de forma inesperada  por el protagonista de Casablanca. En el cartel original, Rick Blaine es interpretado por Humprey Bogart o, como casi siempre solía pasar, el personaje era el propio Bogart. Bogart era Bogart. Y siempre que hablo del protagonista de El halcón Maltés (1941) o de El Tesoro de Sierra Madre (1948) me acuerdo de unos excelentes compañeros de instituto, en los años setenta, en los institutos de la parte oriental de la provincia de Huesca. Estos buenos amigos me llamaban cariñosamente  Humprey Bogart. Para alguno todavía sigo siendo Bogart. Lo que ellos nunca supieron es que yo siempre he preferido el Bogart de La Reina de África (1951), junto a la gran Katherine Hepburn, en un papel diametralmente opuesto a todos los que le habían hecho un verdadero mito cinematográfico internacional.

A nosotros siempre nos quedará la cena del veinte de diciembre.

 

(*) S’etero. De momento, véase el vocabulario. Algún día contaremos la verdad. 

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